El
inspector estuvo dando vueltas por la ciudad como un perro abandonado por su
amo. El rostro frío de Estrella había quedado en su memoria como esas marcas
que llevan las reces antes de entrar al matadero. Después de varias horas
decidió parar en un bar más identificado con la ruta que lleva a la gente
fuera de la urbe que con las noches agitadas del centro de una gran capital. El
asesino nunca se había acercado tanto a él: su mujer ya era una más de la
lista. La número catorce.
El
inspector Grubach detuvo el auto frente a las desvencijadas puertas tapiadas del
Palace. Rompiendo un par de maderas mal clavadas se encontró en mitad del
hall que mostraba la opulencia de algún tiempo corroído por el abandono :
inscripciones en pintura, papeles librados a los vientos suaves que se filtraban
por algunas ranuras y mugre de polvo, gatos y algunos habitantes temporarios que
mitigaron el frío con algunas botellas de alcohol barato.
Todavía
quedaban en la boletería rastros de la que fue la última función hace más de
un año.
El
hombre se acomodo el piloto gris grasiento y camino con pasos largos hacia la
sala. Cincuenta líneas de butacas lo separaban del escenario oscuro.
Anduvo el pasillo central cuando una luz mortecina iluminó las tablas.
El sonido de un transformador eléctrico zumbaba rompiendo el silencio que
acompañaba los pasos de Grubach, un poco más lentos ahora, hacia la escalinata
de ese escenario con restos de decorados, sogas colgantes y cortinados
pesados empapados en tierra.
El
hombre se paró en medio de la escena de cara al público ausente y sintió la
inexplicable sensación de estar frente al final de una historia. Comenzó
a transpirar frío y acarició el arma que llevaba en su bolsillo.
Una
serie de sonidos sin autor comenzaron a hacerse perceptibles : el crujido
de una madera, el rebote de algo contra algo, un chirrido, algo parecido a un
maullido, su propia respiración, el roce de la ropa, el blasfemo orar de la
noche, la lejanisima trampa de la ciudad con sus autos, bocinas, gritos,
estruendos y risas desencajadas. El susurro intenso de las últimas
palabras de cada una de las quince víctimas del asesino, el sonido obsesivo de
las exhalaciones finales y las insignificancias apenas audibles pero
determinantes como el cuchillo entrando en la carne o la soga presionando el
cuello.
Grubach
estaba allí porque era policía, porque ya no podía dormir, porque odiaba al
asesino que le había mostrado su lado débil, por la basura de la ciudad, por
los que viven vidas tortuosas, por Estrella su amor, porque desde la primera
muerte de esta serie ver el verdadero rostro del exterminador místico se había
transformado en el eje de su existencia miserable.
¡Aparece
de una vez, miserable ! - dijo el inspector con los ojos inyectados en
sangre y a un volumen tan bajo que sonó como estruendo en su cabeza.
- En el éxtasis de cualquier crucifixión nada pierde el que nada tiene si no
el hecho de seguir alimentándose con el sufrir ajeno.
- Aparece cobarde !
- No quiero ser valiente, mi cobardía me permite ser piadoso con los que por
propia piedad no ven su propia vida.
- ¿Y tu vida qué? !
- Otra basura, me gustaría ver mi rostro en el espejo.
- Aquí está tu rostro, maldito seas ! - grito el inspector al tiempo que
sacó su arma del bolsillo y lo blandió en el aire turbio del escenario.
- Gracias por venir.
Grubach
vio pasar el tiempo con la lentitud de un grano de arena moviéndose en el fondo
del océano.
El
silencio fue total. No se expandía el ruido de la frenada de un auto, ni
los golpes en las puertas del teatro, ni la corrida de su compañero López
entrando por el hall y deteniéndose sorprendido en las puertas abiertas que
daban a la sala oscura.
El
hombre en el escenario apenas iluminado acomodó el arma justo en su cien, no
sintió el frío metal en su piel agotada y un estruendo retumbó en todo el
teatro y mucho más allá.
Cayó
sobre la madera y la sangre iba siendo bebida ávidamente por la sequedad del
suelo del escenario.
El
inspector Grubach sentía el sonido del mundo y de su última bocanada de aire.
Sus labios se entreabrieron para pronunciar mudamente sus últimas palabras,
unas que nadie escuchó jamás : “dieciséis ... y diecisiete”.
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