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Siguiendo
las pistas del caso Sheller, Grubach llegó a la conclusión de que entraba en
un laberinto demasiado complejo. Sheller era viajante y se había entrevistado
con no menos de una veintena de personas en la semana anterior a aparecer
asesinado en la habitación del hotel. Toda investigación, toda búsqueda de
pistas firmes, resultaban una perdida de tiempo.
A partir de aquella séptima víctima, Grubach prácticamente dejó de ser un
oficial de policía para convertirse en un cazador. Ya no se ocupaba de otras
cosas que de seguir tras las huellas del que había tomado como el caso de su
vida, una cuestión de honor (podríamos decir) que ponía a prueba su capacidad
profesional. Lanzado a esta especie de carrera personal donde el resto de las
cosas habían perdido sentido, Grubach empezaba a preocupar a sus pares. Ya no
dormía en su casa, la relación con su mujer había naufragado, andaba
desprolijo y desarreglado, hablaba sólo y su mirada acompañaba su aspecto
mucho más cercano a un mendigo de la calle Crown y Costera que a un inspector
de la policía. López, su compañero, trató de hablar con él más de mil
veces; y el Jefe pensó que le haría un bien relevándolo de la causa y
obligándolo a unas vacaciones. Grubach se encargó de hacerle notar que eso
sería inútil.
La noche del 23 de agosto las cámaras de TV registraban la octava puesta en
escena del asesino más buscado de la ciudad. Un joven de unos veinte años,
colgaba del techo de uno de los galpones abandonados del ferrocarril (a unos
cinco kilómetros del centro de la ciudad). En su pecho, labradas a puñal, la
P, la A y la X. Grubach, hizo un mal gesto.
- La publicidad empieza a complicar las cosas - dijo ante los testigos de la
fuerza que, como él, vieron la imagen a través de la T.V. de la seccional.
Así fue, la sospecha de Grubach se corroboró en 24 horas. Una carta llegada a
su escritorio le comunicaba lo siguiente: "Nada tengo que ver con el joven
de los galpones. Eso fue un ajuste de cuentas, seguramente deudas de narcóticos
o cosas por el estilo. Es lógico que quieran aprovechar mi fama para sumarme
muertes y quedar exentos de sospecha; pero yo no soy un asesino, y por eso no
está en mí permitir que me atribuyan obras que no son de mí autoría.
"Estúpidos rastreros: soy un juez salvador, no un maniático torpe.
Evidentemente les gusta mi trabajo, y agradezco que quieran ayudarme, pero en
última instancia, mías y sólo mías son las decisiones".
Grubach, terminó de leer y sintió una extraña satisfacción, la sensación de
que su sospecha se hacía certeza. Cuando López llegó para decirle que habían
encontrado al asesino serial gracias a los datos de un testigo del último caso
(un guardia de una fábrica cercana a los galpones), él simplemente sonrío.

Bien, dijo, pero el asesino sigue suelto. La verdadera octava víctima
aparecería dos días después. Cerca del puente que cruza uno de los brazos del
río: hallaban el cuerpo de un hombre de unos treinta y cinco años. Colgaba
como un cristo de una de las torres que forman parte de la estructura del
puente. "Este si es el número 8". Roman Robles, la víctima, tenía
un prontuario fabuloso y era el acusado número uno de los asesinatos a partir
de la aparición del joven de los galpones. Sin embargo aquella mañana había
sido liberado por falta de pruebas que permitieran atribuirle los asesinatos.
Una serie que encontró en él la verdadera "octava víctima".
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