-Tenemos
al quinto, Grubach- dijo la voz del jefe del otro lado del teléfono.
Ya sumaban cinco las víctimas del histriónico asesino. La
policía no tenía ni un
sospechoso y la ciudad se ponía nerviosa.
El Chevrolet ´71 del inspector llegó al lugar. Amanecía sobre una de las avenidas
periféricas. Como alguien ya habituado al espectáculo que cierto artista propone,
Grubach viajó tratando de imaginar la escena con la que se iba a encontrar.
4:35 am debió ser la hora en que el homicida se acercó a esa mujer que esperaba el
primer ómnibus hacia el centro de la ciudad donde trabajaba como operaria en la
metalúrgica Wark & Johnson. Era una madrugada fría, más aún en esa zona de casas
bajas y precarios caminos de tierra.
Las ruedas del Chevrolet se hundieron en el barro que rodeaba la construcción de cemento
que servía de resguardo a quienes esperan el servicio de la línea 4 de ómnibus.
La escena se volvió roja. El asesino debió estar inspirado y bien seguro de que la
soledad del descampado le conservaría el anonimato. La mujer estaba sentada contra la
pared del fondo del refugio como si todavía esperara el micro. Su vestido estaba teñido
del color que toma la sangre después de un par de horas de salir de un cuerpo. El pecho
tenía un corte del tamaño de la boca de un tintero, sus ojos permanecían abiertos como
los de un pejerrey y su cuello mostraba una especie de sonrisa hecha de un sólo tajo,
preciso y
profundo. Sus piernas conservaban un cruce femenino, sus brazos estaban en cruz y sus
manos clavadas a la pared con dos clavos de acero de ostensibles pulgadas; tan pulcramente
martillados que apenas habían dejado escapar dos finos hilos púrpuras.
Grubach entró, vio más o menos lo que imaginaba, y su estómago vacío se revolvió
antes de que su mente pudiera analizar profesionalmente el macabro paisaje. A su espalda
se iban haciendo nítidas las sirenas de los móviles que estaban por llegar.
El inspector observó su entorno . Sobre las paredes: escritos de gruesísima pluma
humedecida su punta con la sangre que la víctima había entregado sin consentimiento.
«Ya no van a sufrir», a medio metro de esta «gracias a mí encontraron la luz»; en uno
de los rincones, algunos garabatos ilegibles; sobre la cabeza de la mujer: «Pax»,
escrita en letras de casi un metro.
Los flashes del fotógrafo policial reventaron contra las tres paredes del refugio.
Grubach volvió al auto. Deshizo las huellas que lo habían traído sin poder quitar de su
cabeza lo que había ocurrido en ese paraje.
Si hubiera una pista... pensó, y giró el volante marcando una «U» en el pavimento.
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