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El
inspector ingresó a la iglesia con la esperanza, secreta hasta para él mismo, de que
ocurriera un milagro; de que el Padre Tarquino le pudiera dar alguna pista que lo lleve al
autor de la nota.
Minutos después de analizar el escrito al detalle, el rollizo sacerdote no llegó a
conclusión alguna. O al menos no fue más lejos que lo que ya había deducido
Grubach. El
asesino era un desequilibrado mental con tintes religiosos y, por qué no decirlo,
filosóficos. Había cometido ya cinco crímenes y dejaba en claro que lo hacia por un
extraño sentimiento de piedad hacia las víctimas. Como si esas personas, antes de ser
víctimas de su cuchillo, fueran víctimas de la vida que les había tocado vivir. En
cierto sentido, el asesino se concebía a sí como un salvador, alguien que liberaba a
aquellas personas de la triste vida que según su juicio llevaban.
Las investigaciones entraron en terreno pantanoso. Se siguieron patrones que fracasaban ni
bien aparecía otro cadáver. Se sabía, por el estudio realizado en los cuerpos, que el
asesino era un hombre fuerte, que atacaba sólo de noche, que siempre había utilizado el
mismo instrumento (un cuchillo de hoja de acero de unos veinte centímetros de largo y
tres de ancho), que se tomaba su tiempo en cada acción y que tenía algunos conocimientos
de medicina o carnicería. Todo eso no era mucho, pero era algo. Primero se investigó a
los relacionados con esas profesiones y oficios, después de cuatro meses de exhaustivas
pericias la causa estaba en el mismo punto de dónde había partido.
El
Observador, le dio titular al caso cuando la cadena de asesinatos ya no pudo ser ocultada
por la policía como casos aislados, y la ciudad empezó a seguir matemáticamente la
sucesión de homicidios. "El Número Cinco" decía el titular del día en que
apareció el cadáver de la mujer crucificada; a partir de entonces todos los medios de la
ciudad comenzarían a titular de igual forma a medida que las víctimas se iban sumando:
"El Número Seis", el Siete, el Ocho, el Nueve...
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