El
champagne, rey del vino, ha aumentado su consumo en los últimos
años. Seguramente esto se debe a la excelente calidad de la
bodega Möet & Chandon de Argentina que nada tiene que
envidiar a los
espumantes franceses. Aunque, a decir verdad, muchas veces, por
snobismo, malgastamos en una botella del antiguo continente,
que en su travesía sufrió cambios de climas, golpes y
descansó en lugares no adecuados; y aunque en la ceremonia
de saborearlo notamos un sabor extraño, si es de esos lares,
igualmente se llevará nuestros elogios.
Un
champagne no debe guardarse más de tres o cuatro años. Debe
permanecer acostado y en un lugar fresco. Debe enfriarse lo
más lentamente posible, es recomendable colocarlo en la
parte menos fría del refrigerador y al momento de servirlo
colocarlo en un balde con hielo y agua, para sentir el
frappeuse, sinónimo de golpe de frío.
Un dato interesante para conocer, sobre el rey de los vinos, es la
cantidad de azúcar que contienen las distintas clases de espumantes: el
Nature o Brut Sauvage no contiene, el
Brut o Extra Brut de 8 a 13 gramos, el Demi-sec de
25 a 30 gramos y el Dulce es aconsejable ni probarlo.
Champagne, nombre que ha perdido su carácter internacional ya que
se ha llegado a un acuerdo a nivel institucional con Francia para
prohibir ciertas denominaciones relacionadas con un lugar geográfico. Es
por eso que las botellas nacionales llevan el nombre de «CHAMPAÑA»,
las españolas «CAVA», las alemanas «SEKT», las italianas «ESPUMANTE»,
las estadounidenses «SPARKLING WINE», etc. Si bien está de moda
dejarse llevar por el nombre o la apariencia, todos sabemos que lo
importante es lo de adentro; y en este caso, si se trata de una buena
cosecha, aquí o en cualquier parte del mundo jamás dejarán de ser lo que
son: un millón de burbujas de cristal nadando en un excelente vino
blanco.
por
Federico Goldeleve
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